Alicia Genovese
Poemas inéditos
El pasadizo
Algunas cerraduras se abren
con palabras, otras oxidadas,
con masa y cortafierro,
con amoladora y un disco
que levanta chispas
cuando salta los pestillos.
Eso fuimos probando
hasta que la puerta cedió
y abrimos el pasadizo,
la entrada hacia el fondo
abandonado de la casa.
Allí murieron dos gatos
que solían dormirse sobre el muro,
una rata, un pájaro
volteado por la tormenta;
pero ni rastros en el pastizal,
ni en el desquicio de ramas
una y otra vez cortadas
de los mismos troncos.
Un desván a la intemperie
desnivelado entre cascotes,
forzado durante años
a esa soledad que tapona,
a esa inutilidad;
costaba suponer que unas palabras
ablandarían derechos,
darían vuelta voluntades
o que la pared de quince,
tan férrea como una muralla china,
se derrumbase.
Todavía el aire
se corta con el cuerpo al pasar;
un silencio de dádiva concede
como un poder la expectativa,
la vida atenta
o el secreto de seguir siendo
después de flaquear en un pasaje.
Un atrás del mundo,
un desierto privado,
cosas que nadie quiere
y te vuelven inmensamente rica.
El pasadizo quedó abierto
y lo que sigue es pensar un jardín;
ni un edén, ni el primero,
tierra llana será,
emparejada para que el pasto crezca,
riego, sólo eso;
y que el calor de lo fértil
le sea otorgado,
y que el agua de la franqueza
le sea otorgada.
Sembrar para que el pasto crezca
Semillas en una curva de viento
echadas sobre la tierra removida,
aleatorias, inestables
en el agua de riego,
encharcadas por los aspersores
presentidas por las torcazas.
Con su margen de pérdida
vendrá el verde para justificarme;
ya está aquí lo que será.
Lo que fuere sale
de mi mano en círculos.
En círculos como una rogativa
para el agua y la tierra.
Vendrá el verde
para abrir el delirio
con su piel de claroscuro,
con su ráfaga implacable
arrasará lo infértil.
La ofensa, la culpa serán
absorbida hojarasca,
fruto escocido
que la tierra enfría.
Vendrá el verde
con su sed
para que brille, otra vez
lo que se ignora.
Azucenas silvestres
Cuando no era visible esta casa
ni esta palmera morada
ni la hortensia, ni el roble
ni nada de lo que después
fue plantado y prosperó;
cuando todo era proyecto
y tropiezos en la conciencia inundada,
en el alma, digamos,
que no acierta con el sendero,
porque la risa y el disfrute
no se orientan
sólo irrumpen y giran sobre sí.
Cuando era la maleza informe,
los árboles cruzados o caídos
que no dejaban pasar,
y el terreno era un charco
de isla virgen
que hundía los pies embarrados,
vi,
con el desamparo
de la percepción atraída vi
las hojas lustrosas
de las azucenas silvestres.
Por todas partes estaban
como una siembra del paraíso.
Ellas vuelven a sus bulbos
y luchan por renacer;
a pesar de la marea alta
que las estropea
las hojas acintadas
con ese brillo inusual, otra vez
reciben
a su lujosa flor salvaje.
Azucenas blancas
que siguen en el jardín,
mata del bosque
que me ha quedado
para restituirme un comienzo
y admirada florecer.
El camino
de los desprendimientos se inicia,
sin que nos demos cuenta,
hasta que una voz irreproducible
como de viento,
te llama mientras caminás
te encara para decirte
¿te acordás de las azucenas salvajes?
vuelven y vuelven;
el tiempo no es sólo la marea
del trayecto irreversible
sino la irradiación también, de su retorno,
su círculo maravillado
cuando nuevamente:
azucenas, azucenas, azucenas
como la cadencia fiel
de un sonido tuyo,
que en el camino de las palabras,
velado regresa.
Entrevista a Alicia Genovese por Augusto Munaro
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