....poesía actual

 

nadie enduela su voz como plegaria
Carlos Juárez Aldazábal
Tantalia / Crawl, Bs. As., 2003.

Por Mercedes Escardó

Este libro cuenta la historia del pueblo Ona. Es una vuelta a la naturaleza. A la naturaleza del verde, las montañas y los ríos, y a la naturaleza humana. A lo bellísimo y lo abominable de la naturaleza humana. Y es el intento de rescatar la sabiduría y la idiosincrasia de los Onas, y de hacer el duelo por su desaparición.

El libro está dividido en dos secciones. “Hain” es la primera. Hain era un rito de paso que atravesaban los adolescentes varones para llegar a la adultez. Entonces “Hain” se constituye en un rito de paso para el lector. Una experiencia que nos pone en contacto con todo el espectro de lo que significó ser Ona, de principio a fin. El Yo se mete en la piel Ona y se puede percibir la naturaleza viva, lo cotidiano, desde adentro, maravillosamente cerca: “En la choza mis pares me reciben/(digo “mis pares” porque ya soy un selk’nam,/porque he dejado los hábitos del juego/para probar la muerte del guanaco)/y palmean mi espalda con aprecio,/ y dividen la carne,/ y nos sentamos juntos en la ronda.” Se puede respirar el aire de Tierra del Fuego, su frescura, la libertad de los cazadores de guanacos. Simultáneamente se puede sentir el peligro, se escuchan alusiones constantes a la desaparición de este pueblo y a la llegada del hombre blanco: “me he quedado dormido y soñé nuevamente:/esta vez vi a dos hombres parecidos a búhos./Eran buenos y sabían mi lengua./.../Y luego vi más hombres de este aspecto,/pero ya no eran buenos.” Pero el Yo desde su lugar prefiere no detenerse en estos sueños, no detenerse en espejismo o presagios. Prefiere refugiarse en la naturaleza, en su rutina, en lo inmediato. Luego del sueño: “Ya no entiendo estos sueños.//Prefiero los tendones/la vigilia.” Y ante la llegada de una ballena: “¿Quién matará a los selk’nam?/.../Pero ahora no importa/hay una ballena servida en la playa/y la troceo con mi piedra.” La vida en presente, y la muerte al acecho. Atravesamos el rito de paso que nos preparó para lo que vendrá, para escuchar las voces, para ver la muerte, y para aceptarlo.

En la segunda sección, mucho más extensa que la primera, la poesía de Aldazábal apela a la ironía como forma de canalizar el duelo. Exenta de golpes bajos pero rigurosa en el relato de la crueldad y la miseria, “nadie enduela su voz como plegaria” nos muestra la convivencia (no necesariamente sinónimo de “armonía”) del pueblo Ona y el hombre blanco. Cierta sensación de impotencia, aunque resignada, parece invadir a aquellos que, aún siendo de raza blanca, pudieron percibir que una tremenda injusticia se estaba cometiendo: “En el mantel de la tarde:/medialunas de ayer, melancolía,/jilguero de manteca,/té del recuerdo.

En un intento infructuoso de rescate y salvataje, aparecen las canciones Ona que producen un efecto alucinógeno. De repente, como voces rescatadas de un pasado lejano, nos llegan lamentos resignados y la certeza de estar ante un pueblo sabio y maduro: “Mujer chamán:/la cura del relámpago que incendia.” Breves pinturas de una civilización rica, poderosa y pacífica que nos llenan de nostalgia por lo que ya no es.

Sigilosamente la muerte se aproxima y el choque de culturas se vuelve violento. La visión dominante, la lectura obtusa del hombre blanco ensimismado e ignorante es incapaz de ver el folklore Ona: “En la televisión un indio./Habla despacio nombrándose “gran jefe”;/y él piensa en el folklore,/que hubiera sido tener jefes/con plumas vistosas/como en las películas de cowboys.” Para los buscadores de oro, el telar y los tallados no son dignos de respeto. Y el indio Ona sucumbe ante la llegada de este otro pueblo ambicioso, que trae pestes, alcohol e intolerancia.

En un intento desesperado, la Iglesia asume un rol protector. Pero las plegarias son insuficientes. Y los árboles, con toda su simbología, se erigen permanentes e inmutables: “Y aunque nadie les reza/ellos cantan en viento la desdicha/de otro barro que en carne visitaba su sombra/y oficiaba de amante de la verde pradera.”

Relato de la vida y la muerte de un pueblo, nadie enduela su voz como plegaria logra convertirse en homenaje y transportar al lector al mundo visto con ojos negros y penetrantes. Un mundo que, aunque ido, consigue estar presente.

 

Carlos Juárez Aldazábal nació en Salta en 1974. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA), docente universitario y periodista. Publicó La soberbia del monje (1996) y Por qué queremos ser Quevedo (1999). Obtuvo, entre otros, el Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación y el Primer Premio en el concurso "Identidad: de las huellas a las palabras", organizado por la asociación civil Abuelas de Plaza de Mayo.