....poesía actual

 

TESTIMONIAR SIN METAFORA, NARRAR SIN PROSA, ESCRIBIR SIN LIBRO:

                    La poesía argentina de los 90 [1]

 

   En aquel célebre trabajo La lógica de la literatura [2], Kate Hamburguer planteaba, como condición ineludible para que exista un poema, que el sujeto enunciante no sea fingido. Lo que ella denomina yo lírico, entonces, sería un yo real que da cuenta en el poema de la realidad de su experiencia, más allá de que esa experiencia haya sucedido o no en la realidad. Esto diferencia claramente al yo lírico del yo del narrador, ése que siempre es ficticio (por eso la coherencia de la novela no la da su remisión a la experiencia de un sujeto sino a su propia estructura) Hamburguer pone dos ejemplos extremos de mediados del siglo XX  donde el yo lírico parece a punto de caerse de los límites de su función: la poesía concretista y la poesía política. Hoy, a comienzos de un nuevo siglo, pasa algo parecido con la  producción de la nueva poesía argentina de los 90. El yo lírico parece a punto de soltar su función de custodio de la experiencia o, para decirlo de otro modo, los poemas parecen haber abandonado aquella pretensión de intimismo que fue un secreto compartido entre lector y poeta a través de toda la historia de la poesía. Incluso en el vanguardismo post-mallarmeano el guiño cómplice de un yo que despliega ante el lector su condición de puro sujeto de la enunciación, fue a su manera un secreto compartido. Hoy, de vuelta de la conciencia enunciativa, el poema se instala en un universo que, en el polo opuesto de la intimidad, deja entrar a los otros en su acontecer. No hay un relato abortado por escansiones ni tampoco una invasión del poema sobre el campo de la prosa como sucedía con aquel  híbrido, tan de moda en los setenta, denominado prosa poética, cuyo discurso transcurría sin escansiones ni encabalgamientos pero pasando a depender de la experiencia de un yo lírico. Aquí sucede todo lo contrario: en medio de las escansiones, sin prosa alguna, un yo acentuado por los otros  se funde y se confunde en un ir y venir de personas que quedan a medio camino -barradas, escandidas- en su vocación de devenir personajes

  En Seudo de Martín Gambarotta habitan algunos de estos suedopersonajes.  El prefijo Seudo remite a semi, a más o menos, a no tanto. Cuando en este libro se nombra a un tal Seudo, la remisión es indistintamente a un yo, a un tú  y a un él: “en calle Padilla/ unos chinos vestidos de pachucos/ se reparten nombres: vos Zhang Cou/ te llamás Francisco, vos Xin Di/ te llamás Diego, vos Gong Xi: Pacino/ y yo Bei Dao, me llamo Pseudo (.....) Después discuten/ porque todos quieren llamarse Diego/ y le dicen a Bei Dao/ que Pseudo no es un nombre” En medio del acontecer, que en este caso podríamos llamar la calle, en medio de una calle, entonces, a la que se le recorta una ventanita que llamaremos poema, Seudo (a veces escrito con p y otras sin, como si lo coloquial y lo literario se intercambiaran según el caso) es, para un grupo de inmigrantes que se reparten nombres argentinos, una de las alternativas de cambio de identidad. Sin embargo, la cadena se detiene porque se dice que “Seudo no es un nombre” mientras la pelea es por Diego, porque ese sí sería un nombre. Bei Dao, un chino vestido de pachuco que, como las mulatas de La máquina de hacer paraguayitos de Washington Cucurto, vive en su yotibenco de la calle Padilla,  se presenta en primera persona “Yo Bei Dao me llamo Seudo”. Pero ni Bei Dao ni los otros se afianza como personaje de un relato. Muy por el contrario, todos van deviniendo seudopersonajes de un poema, y esto se debe a que finalmente no pueden tener nombres. La escansión del verso se produce así, cortando y mezclando la cadena de nominaciones: “vos Zhang Cuo/ te llamás Francisco, vos Xin Di/ ....” Esos cortes operan como marcos de la ventanita que recorta lo que venía siendo un relato. Pero no es una ventana desde la que un yo lírico mira lo que sucede en la calle Padilla  para  reelaborarlo en la página como imagen poética intimista. Si aquí todavía pudiera rastrearse algún tipo de yo, seguramente éste habitaría la calle y su paso por entremedio de los extranjeros lo volvería alguien, le daría una identidad sin nombre. Y la nomenclatura de su particular naturaleza no humana sería Seudo. Dice otro poema de Gambarotta: “Pseudo es el objetivo frío/ de la mañana el más odiado el atleta/ Tiene nombre, sobrenombre y nombre/ científico y la suma de los tres da/ la nomenclatura de su naturaleza”.

  En Punctum, primer libro de Gambarotta, son las cosas las que no tienen nombre y en su calidad de “seudo”  repelen cualquier intimidad lírica: “cómo se llama eso que cuelga de la pared/ cómo se llama eso que cubre la lámpara/ rodeado de cosas sin nombre a mí también me hubiera gustado empezar esto/ con: de noche junto al fuego/ pero acá/ no hay, salvo en potencia, fuego/ y eso que se divisa, una oscuridad/ baldía sobre nosotros a duras penas/ puede ser llamada noche, nada/ hace suponer/ el final de la trasmisión nocturna/ que ahora termina y deja/ la pantalla nevada/ trasladando a la penumbra del pasillo/ la oscilación de un aire gris que no provoca/ ninguna emoción salvo en las cosas”  A pesar de los incontables esfuerzos, dentro de la historia de la poesía, por fatigar metáforas en relación a la noche, aquí ya no hay recursos literarios que la nominen. Es la irrupción de lo real -la pantalla nevada de un televisor- lo que da la señal no sólo del final de una programación sino también de que algo, irremediablemente, está perdido para la poesía. La noche no puede ser más una experiencia intimista de un yo, lo que equivale a decir que para esta poesía argentina del nuevo milenio, la programación está finalizada. Si todavía queda algo que tímida y cautelosamente nos atrevemos a llamar poema,  no es más una ventanita que se abre dentro del  acontecer narrativo de un televisor: “Antes del corte de la programación estuvo/ el vuelo de una polilla en la pantalla/ a contrapunto de la banda de sonido del Gran Chaparral/ una japonesa que se tiraba a la pileta/ en otro canal un documental sobre cáncer de piel/ y en otro un delfín saltando aros de fuego/ y de nuevo la japonesa secándose la nuca”.  Finalizada la programación televisiva, el relato viene de la calle cuando aquella “variación en los tonos de gris” del pasillo se funde “con el destello aguado de un aviso de yogur”. El aviso dice ni más ni menos que esto: “PORQUE LO IMPORTANTE ES UNO MISMO”. Queda claro, a través de esta leyenda publicitaria, que el yo es una virtualidad que sobrevive como recordatorio en un aviso de yogur. “Lo importante es uno mismo” es algo que debe ser publicitado porque no sólo en la poesía se terminó la programación. La calle misma es un desierto donde todos son nadie, extranjeros cuya identidad se juega en un intercambio fallido de nombres. El juego se llama Seudo, un juego peligroso que en Punctum tiene otra nomenclatura: Cadáver. Cadáver es un pseudopersonaje, una ficción menos que humana que tanto puede ser invocada en segunda persona, descripta en tercera o escuchada en primera. Es un aparecido que se levanta de en medio de aquellos cadáveres perlongherianos que señalaban desapariciones. Al famoso estribillo “hay cadáveres”, Punctum responde con un “no hay, no va a haber, no hubo/ no hubo no no hay no va a haber/ ni hubiese habido sí ni hubo, mejor serie que Kojak”. Y así continua ese seudorelato que recorta por dentro lo que estaba atrás de la pantalla nevada y atrás también de la pantalla-ventana porque eso, y sólo eso, es lo que hay.  “No va a haber, Cadáver, mañanas/ reales de color tierra”.dice quien ahora le habla a Cadáver, su interlocutor resucitado. En la poesía de Perlongher, en medio de pajonales, de redes de pescadores y del tropiezo de cangrejales, las mañanas color tierra –o color barro mejor- dejan ver la presencia de los cadáveres como anticipo de una irrealidad que vendrá. Ahora lo real es la desaparición. “Primero aceptar la abstracción del mundo, sufriendo su frialdad y aquí, en este horizonte vacío, en el que, cegados por nuestra miseria nos movemos desesperadamente, buscar, buscar lo real hasta que caiga en nuestras manos un encuentro, un acontecimiento” dice Toni Negri [3] refiriéndose a ese desierto de la abstracción posmoderna que él considera un pasaje ineludible para lo que vendrá. Y el Cadáver es la única verdad de lo que ya no hay. Hijo único, comparte la singularidad espectral con su doble, un yo con acento, un post-yo lírico y post, también, narrador omnisciente, un puro operador de zapping en el desierto o una máquina de escandir cronogramas de acontecimientos callejeros sin intimismo.

  Hal Foster, en El retorno de lo real [4] refiriéndose al arte posmoderno en términos de “cultura de la abyección”, donde lo real retorna en la presencia de lo abyecto, dice que “si hay un sujeto de la cultura de la abyección no es el trabajador, la mujer o la persona de color sino el Cadáver”. Se podría decir que, en esta nueva poesía, Cadáver es el trabajador, la mujer, la persona de color -como las mulatas de Cucurto- todos juntos ahora conviviendo sin nombre (o con nombre falso) reunidos en la calle como se reúnen las partes después de una autopsia. Sólo los cadáveres se levantan y andan, parece querer testimoniar este conglomerado post-humano. Sólo los cadáveres, ya no más las personas, ya no más los yoes infatuados de intimismo literario o post infatuados de textualismo.

   En el desierto de la abstracción del que hablaba Negri, el acontecimiento es de ahora en más, Cadáver que nace. Ahí está, apareciendo de la nada, lo que sin embargo ya estaba. “Plagiar al plagiario” pide Cucurto en el epílogo a La máquina de hacer paraguayitos, “lo único original es el Cadáver” agrega Gambarotta  y Roberta Dinámico condensa esta irrupción de lo real en el femenino “Mamushka”: (“una mamushka en el desierto/ rueda sobre la arena/ se pasa la lengua por los ojos/ para no morir de sed”). Así la presenta y así, Mamushkas, se llama uno de sus libros de poemas. De entrada, la tentación de hacer analogía resulta irreprimible: las muñecas rusas, que albergan unas a las otras, podrían  simbolizar a la madre. Sin embargo, Iannamico lo desmiente: “Una mamushka contiene en su vientre/ la totalidad de las mamushkas/ porque no hay mamushka que no tenga/ una mamushka adentro/ Madre hay una sola”.  De nuevo, como en el caso de la noche en Punctum, la poesía parece haber fatigado todas las metáforas para el significante madre y ahora, en esta poesía que, como decía Iannamico, es anterior al género, ya no hay madre capaz de dejarse sostener por el desdoblamiento metafórico que es como decir que “madre hay una sola”. En el desierto, en cambio, la que alberga dentro de sí la posibilidad de vida es la mamushka. Pero ojo, si no hay analogías tampoco se trata del producto delirante de una imaginación autoral: “hay mamushkas que ponen huevos rosados/ que contienen mamushkas/ que ponen huevos rubios/ o huevos verde agua/ pero puestas a empollar/ no hay gran diferencia”. No esperemos ver otra cosa que lo que está a la vista, “puestas a empollar no hay gran diferencia”, madre hay una sola, no hay engaño posible, el color de los huevos no es una cuestión estética, no son huevos pintados, son, sin ambages, la diferencia que no hay:. “Así tuviera ojos en la espalda, vería las cosas siempre igual” dice Iannamico en Tendal, otro de sus libros. En ese mismo libro hay un poema que puede hacer espejo con Mamushkas, se titula “Después del parto” y dice: “Estreno un camisón lavanda/ la misma seda del lirio/ de un lado la piel/ floja sobre la carne hinchada/ del otro lado el espejo/ del baño/ del hospital”.  La sutil pulsión lírica que le da sostén a este poema parece un hilo a punto de cortarse por lo más delgado. Es que todo está a la vista, ninguna experiencia subjetiva parece querer darse a conocer aquí. Las capas de lo real –camisón, piel, espejo- son todas una misma capa: la desnudez. Ninguna esconde nada, no hay una intimidad oculta y es justamente ese despojamiento el que se convierte en llanto de mamushka: ”una mamushka considera a la cebolla de su misma especie/ no la corta ni la pica/ la pela apenas/ y esa desnudez/ la hace llorar”. 

  A esta altura no cabe duda que la que habla en primera persona después del parto es una Mamushka. No se trata, obviamente, de una poeta que acaba de ser  madre y trasmite su experiencia pero tampoco sólo de su sombra, aquel yo lírico limitado a dar cuenta sólo de su enunciación. Un plus, un acento como el que pone Cucurto en la palabra yo (“yó” [5]), parece querer decir algo más a través del femenino que habla por boca de la mamushka de Iannamico.  La alteridad mujer que para Foster dio lugar al Cadáver vive en este cadáver-mamushka como una sola madre que después del parto se niega a dejarse reflejar en ningún espejo metafórico. El espejo del hospital está ahí, del otro lado de la piel ajada, pelada. Y esa desnudez, lo real femenino, una resistencia que no se deja reflejar en espejo alguno, está siempre en el mismo lugar. Como los espejos en los hospitales, que siempre están en el baño. Aunque tengamos ojos en la espalda, diría Iannamico, las cosas están siempre en su lugar. “La verdad sólo puede ser constituida en el desierto, empecemos reuniendo las cosas más sencillas,” dice Negri. Y la mamushka, mujer después del estereotipo de mujer, hace una economía de lo que no hay para que haya: “Las mamushkas dan a luz en la oscuridad/ se asisten a sí mismas en el parto/ se parten/ en pedacitos/ que la hija ya mamushka junta/ para hacer un cubrecama finísimo”.

  Para Iannamico la poesía es algo que está atrás del género [6]: una manera de ver-sentir-ver pasar. Esa pulsión, que comparten la mujer, el trabajador y la gente de color es lo que está dando nueva vida a la poesía argentina de hoy. .Dominicanas del demonio o paraguayitos de Cucurto, Seudos o El Cadáver de Gambarotta, Mamushkas de Roberta Inannamico, estas multitudes que pueblan los yotibencos, las calles del desierto local, le estén empezando a aportar a la argentinidad un nuevo color que justamente por habitar atrás del género, en el baño, en el WC (como Washington Cucurto, el seudónimo de Santiago Vega), nos atrevemos a llamar poesía. Poesía que está después de la literatura, tal vez, pero que no la excluye, aunque algunos críticos horrorizados ante el vacío que parecen provocarles las cosas sencillas, dicen que estos nuevos poetas escriben sin haber leído nada. En realidad, habría que decir más bien que, en la obra de estos poetas, la literatura está digerida y naturalizada hasta quedar transformada en una más de esas cosas sencillas . Zelarayán, el nombre de un poeta de culto de las generaciones anteriores, es usado por Cucurto para titular uno de sus libros. A su vez Gambarotta titula uno de sus libros Punctum, término acuñado por Roland Barthes en su libro Cámera Lúcida. Nunca dentro del libro se recupera o se justifica ese título, tampoco Zelarayán. Son robos a mano armada, préstamos que no se devuelven. Porque, como dice Anahí Mallol [7]: “ahora que (estos poetas) saben que lo privado es político, ya ni se preguntan si lo correcto (políticamente correcto) es hablar como la gente de cosas que le pasan a la gente (como Miguel Dalmaroni definió la estética sesentista de Gelman) o retraerse en la exploración de la subjetividad, la infancia, el miedo, al modo de Pizarnik”.

  Si lo privado ya es político, entonces, no se trata de fabricar coloquialismos impostados copiándole a la gente su modo de hablar ni tampoco de cuestionarse si el intimismo pizarnikiano es o no revolucionario. En esta poesía de los 90 ya no hay intimismo ni coloquialismo, tampoco hay un autor que utilice técnicas narrativas ni lenguajes televisivos o rockeros. Estos poetas del nuevo milenio no escriben, si por escritura se entiende una operación meramente formal. Lo que hacen es forzar el punto de cese de lalengua [8] hasta hacer aparecer lo real. Y eso, sólo eso, es lo que ellos testimonian. Para escuchar esa nimiedad a lo mejor hay que hacer silencio. Como las mamushkas: “las mamushkas se callan cuando deberían hablar/ no pueden parar el murmullo que las habita/ nadan en el rumor/ de las hijas creciendo.”

                                                                        

                                                                                  Tamara Kamenszain

 

 



[1] Fragmento de un ensayo más amplio que formará parte del libro La boca del testimonio.

[2] Kate Hamburguer, La lógica de la literatura, Visor, Madrid, 1995

[3] Toni Negri, Arte y multitudo, Trotta, Madrid, 2000.

[4] Hal Foster, El retorno de lo real, Akal, Madrid, 2001.

[5] Washington Cucurto, en Cuarteto de las tickis, inédito.

[6] “yo le digo poesía no al género literario sino a lo que está atrás de eso, antes que se convierta en palabras. Una forma de ser-ver-.sentir- ver pasar”. Entrevista a la autora en Internet (www. poesía.com)

[7]  Anahí Mallol, La poesía de los 90 en Argentina: muchachos futboleros, chicas pop y chicas que se hacen las malitas en Literatura argentina, perspectiva de fin de siglo, Eudeba, Buenos Aires, 2001.

[8] Jean Claude Millner , en El amor de la lengua (Visor, Madrid, 1998) llama “punto de cese” o “punto de poesía” a ese corrimiento permanente que realiza la poesía de aquello que en lalengua “no cesa de no escribirse”. Milner, como Lacan, escribe lalengua todo junto para, entre otras cosas, diferenciarla de aquel objeto recortado de la lingüística llamado lengua.